Jacques Derrida
Traducción de Patricio Peñalver, en DERRIDA, J., «Cómo no hablar y otros textos», Proyecto A, Barcelona, 1997, pp. 81-116. Edición digital de Derrida en castellano.
-Él habrá obligado.
En el mismo instante, me estás oyendo, acabo de decirlo. Él habrá obligado. Si me oyes, ya eres sensible al extraño acontecimiento. No has sido visitada, pero como tras el paso de un visitable singular, ya no reconoces los lugares, incluso aquellos en los que sin embargo la pequeña frase -¿de dónde viene, quién la ha pronunciado?- deja todavía perderse su resonancia.
Como si, desde ahora, ya no habitásemos ahí, como si, a decir verdad, no hubiésemos estado nunca en nuestra casa. Pero no estás inquieta, eso que sientes, algo tan inaudito pero tan antiguo, no es un malestar, y si algo te afecta sin haberte tocado, no por eso se te priva de nada. Ninguna negación debería poder medirse, para describirlo, con lo que aquí pasa.
Fíjate, puedes de nuevo oírte completamente sola repitiendo las tres palabras («Él habrá obligado»), no dejas de oír su rumor y su sentido. Ya no estás sin ellas, sin esas palabras discretas, y por eso mismo ilimitadas, desbordantes de discreción. Yo mismo no sé ya dónde pararlas. ¿Qué las rodea? Los bordes de la frase quedan anegados en la bruma. Parece, sin embargo, muy neta y claramente recortada en su brevedad autoritaria, completa, sin apelación, sin la espera de ningún adjetivo, de ningún complemento, ni siquiera de ningún nombre: él habrá obligado. Pero justamente nada la rodea lo bastante para asegurarnos de sus límites. La sentencia no es evasiva, pero su borde se sustrae. De ella, de ese movimiento que no se resume en ninguna de esas, una, dos, tres palabras («Él habrá obligado»), de una, dos, cuatro sílabas, de ella ya no podrás decir que no sucede nada en este mismo momento. Pero ¿qué? Falta la orilla, los bordes de una frase pertenecen a la noche.
Él habrá obligado -alejado de todo contexto-.
Oyes bien, alejado, lo cual no impide, al contrario, la proximidad. Lo que ellos llaman un contexto, que viene a estrechar el sentido de un discurso, siempre más o menos, no está jamás simplemente ausente, simplemente es más o menos estricto. Pero no hay ahí ningún corte, ningún enunciado está jamás cortado de todo contexto, aquel no anula éste jamás sin resto. Así pues, hay que negociar, tratar, transigir con los efectos de borde. Hay incluso que negociar lo que no se negocia y desborda todo contexto.
Aquí, en este mismo momento en que heme aquí, intentando darte de entender, el borde de un contexto es menos estrecho, menos estrictamente determinante de lo que suele creerse, se tiene costumbre. «Él habrá obligado», he aquí una frase que puede parecer -terriblemente para algunos- indeterminada. Pero el alejamiento que se nos ofrece aquí no vendría tanto de una cierta esencia de borde, muy aparente («Él habrá obligado» sin sujeto nombrable, sin complemento, sin atributo, sin pasado ni futuro identificables en esta página, en este trabajo en el momento en que te las entiendes para leerla actualmente). Más bien de causa de un cierto adentro, de lo que se dice y del decir de o que se dice en la frase, y que, desde dentro, si puede decirse de nuevo, desborda infinitamente, de un golpe, todo contexto posible. Y esto en el mismo momento en que, por ejemplo en un trabajo -pero tú no sabes todavía lo que quiero decir con esa palabra, trabajo (ouvrage)-, lo completamente otro que habrá visitado esta frase negocia lo no-negociable con un contexto, negocia su economía como la de lo otro.
Él habrá obligado.
Debes encontrarme enigmático, un poco complaciente o perverso en la cultura del enigma, cada vez que repito esa pequeña frase, siempre la misma, y, a falta de contexto, cada vez más oscura. No, lo digo sin pretender producir efecto, es justo la posibilidad de esa repetición lo que me interesa, lo que te interesa también de ti antes incluso de que tengamos que encontrarla interesante, y quisiera aproximarme lentamente (de ti, quizás, pero según esa proximidad que liga, diría él, a primera vista, con el otro desparejado, antes de todo contrato, sin que ningún presente pueda juntar ningún contacto), aproximarme lentamente a esto, que ya no llego a formalizar desde el momento en que el acontecimiento («Él habrá obligado») habrá desafiado precisamente, en la lengua, esta potencia de formalizacion. Él habrá obligado a comprender, digamos más bien a recibir puesto que la defección, una defección más pasiva que la pasividad, forma parte del juego en este caso, él habrá obligado a recibir completamente de otro modo la pequeña frase. Que yo sepa él no la ha pronunciado jamás tal cual, eso importa poco. Él habrá obligado a «leerla» completamente de otro modo. Y para hacernos (sin hacer nada) recibir de otro modo, y recibir de otro modo el de-otro-modo, no ha podido actuar de otro modo más que negociando con el riesgo: en la misma lengua, en la lengua de lo mismo, puede siempre recibirse mal ese dicho de otro modo.
Antes incluso de esta falta, su riesgo contamina toda proposición. ¿En qué se convierte entonces esa falta? Y si ésta es inevitable ¿de qué clase de acontecimiento se trata? ¿Dónde tendrá éste lugar?
Él habrá obligado. Por alejado que resulte, ciertamente hay contexto en esta frase.
Lo oyes resonar, en este mismo momento, en este trabajo.
Lo que llamo así -este trabajo- no está, sobre todo no está dominado por el nombre de Emmanuel Levinas.
En su ánimo, más bien le está dado. Está dado según su nombre, en su nombre tanto como de su nombre. Hay, pues, ocasiones múltiples, probabilidades, no puedes evitar acudir a ellas, de que el sujeto de la frase «Él habrá obligado» sea Enmanuel Levinas.
Pero no es seguro. E incluso si se pudiese estar seguro de eso, ¿se habría respondido así sin embargo de la cuestión: quién es «Él» en esta frase?
Después de un título extraño que parece una cita cifrada en sus comillas invisibles, la situación de esta frase «princeps» no te deja todavía saber de título de qué lleva Él una mayúscula. Quizás no sólo de título del incipit, y en esa hipótesis de otra mayúscula o de la mayúscula del Otro, está atenta a todas las consecuencias. Éstas arrastran al juego del irreemplazable Él, que se somete de la sustitución, como un objeto, en lo irreemplazable mismo. Él, sin cursivas.
Me pregunto de dónde viene que deba dirigirme a ti para decir esto. Y ¿por qué, después de tantos ensayos, de tantos fracasos, heme aquí obligado a renunciar a la neutralidad anónima de un discurso propuesto, en su forma al menos, a no importa quién, pretendiéndose dominar a sí mismo y a su objeto en una formalización sin residuos? No pronunciaré tu nombre, no lo inscribiré tampoco, pero tú no eres anónima en el momento en que heme aquí diciéndote esto, enviándotelo como una carta, dándotela de oír o de leer, importándome infinitamente más dártela que lo que ella podría trasmitir, en el momento en que me llega de ti el deseo que tienes de la carta, en el momento en que me dejo dictar por ti lo que querría darte desde mí mismo. ¿Por qué? ¿Por qué en este mismo momento?
Supón que al darte -poco importa qué-, quiera darle de él, a Enmanuel Levinas. No tributarle algo, por ejemplo, un homenaje, ni siquiera entregarme a él, sino darle algo que escape del círculo de la restitución o de la «cita» («La proximidad -escribe él no entra en ese tiempo común de los relojes que hace posible las citas. La proximidad es trastorno»). Querría hacerlo sin falta, con un «sin-falta» que no pertenece ya al tiempo ni a la lógica de la cita. Haría falta, pues, que, más allá de toda restitución posible, mi gesto actuase, sin deuda, en la ingratitud absoluta. La trampa está en que entonces estoy rindiendo homenaje, el único homenaje posible a su obra, a lo que su obra dice de la Obra: «La obra pensada hasta el fondo exige una generosidad radical del movimiento que, en lo Mismo, va hacia lo Otro. La Obra exige, por consiguiente, una ingratitud del otro». Lo habrá escrito dos veces, dos veces en apariencia literalmente idéntica, en La huella del otro y en La significación y el sentido. Pero no puede hacerse, volveré de esto, la economía de esta serialidad.
Supón, pues, que quiera dar, a E.L., y más allá de toda restitución. De mi parte o de la suya. Tendré que hacerlo, sin embargo, conforme a lo que él habrá dicho de la Obra en su obra, en la Obra de su obra. Seguiré estando cogido en el círculo de la deuda y de la restitución con las que habrá que negociar lo no-negociable. Me debatiré interminablemente y desde siempre, y antes incluso de haberlo sabido, hasta el momento en que afirmaría quizás la disimetría absolutamente anacrónica de una deuda sin préstamo, sin reconocimiento, sin restitución posible.
Según la cual él habrá inmemorablemente obligado, antes incluso de llamarse con el nombre que sede, antes de pertenecer al género que sea. La conformidad del con comforme no es ya pensable en la lógica de la verdad que domina -sin poder mandar sobre ellas- nuestra lengua y la lengua de la filosofía. Si, para dar sin restituir, debo conformarme a lo que dice de la Obra en su obra, a lo que da en ésta también como nuevo trazado del dar, si más precisamente debo conformar mi gesto a lo que hace la Obra en su Obra, que es más viejo que su obra, y cuyo Decir, según sus mismos términos, no se reduce a lo Dicho, henos aquí empeñados, antes de cualquier empeño, en una increíble lógica, formal y no formal. Si restituyo, si restituyo sin falta, estoy en falta. Y si no restituyo, dando más allá del reconocimiento, corro el riesgo de la falta. Por el momento dejo a esta palabra -la falta- toda la libertad de estos registros, desde el crimen a la falta de ortografía: en cuanto al nombre propio de lo que se encuentra aquí en juego, en cuanto al nombre propio de lo otro, eso vendrá a ser quizás lo mismo. ¿Habrá que inventarlo, el nombre de lo otro? Pero ¿qué quiere decir inventar?, ¿encontrar, describrir, desvelar, hacer venir allí donde aquel estaba, sobrevenir allí donde aquel no estaba? ¿Siempre sin prevenir?
Ya estás prevenida, ese es el riesgo o la ocasión de esa falta que me fascina o me obsesiona en este mismo momento, y en lo que puede convertirse un escrito fallido, una carta fallida (ésta que te escribo), lo que puede quedar de ella, lo que da que pensar de un texto o de un resto la ineluctable posibilidad de una falta o un fallo como ése. Ineluctable desde el momento en que la estructura de «falibilidad» es a priori más vieja que todo a priori. Si alguien (Él) te dice desde un principio: «no me devuelvas lo que yo te dé», estás en falta antes incluso de que haya acabado de hablar. Basta con que lo oigas, con que empieces a comprender y a reconocer. Has empezado a recibir su conminación, a rendirte a lo que dice, y mientras más le obedezcas no restituyéndole nada mejor le desobedecerás y te volverás sordo a lo que te dirige. Esto podría parecer una paradoja lógica o una trampa. Pero es «anterior» a toda lógica. He hablado por error de trampa hace un instante. Esto no se siente como una trampa más que a partir del momento en que, por voluntad de dominio y de coherencia, se pretendiese escapar a la disimetría absoluta. Sería una manera de reconocer el don para rehusarlo. Nada es más difícil que aceptar un don. Ahora bien, lo que «quiero» «hacer» aquí es aceptar el don, afirmarlo y reafirmarlo como lo que he recibido. No de alguien que habría tenido la iniciativa de eso, sino de alguien que habría tenido la fuerza de recibirlo, de reafirmarlo. Y si es así como yo te doy (a mi vez), eso no formará una cadena de restituciones, sino otro don, el don del otro. La invención del otro. ¿Es eso posible? ¿Habrá sido eso posible? Pero ¿no debe haber tenido ya lugar eso, antes que todo, para que la cuestión pueda surgir de ahí, cosa que la hace caduca por anticipado?
El don no es, no se puede preguntar «qué es el don», pero es con esa condición como habrá habido bajo ese nombre o bajo otro un don.
Supón, pues: más allá de toda restitución, en la ingratitud radical (pero, cuidado, no sin que importe cuál, no la que sigue perteneciendo al círculo del reconocimiento y la reciprocidad), deseo (ello desea en mí pero el ello no es no-yo neutro) intentar dar a E.L. ¿Esto o aquello? ¿Tal o cual cosa? ¿Un discurso, un pensamiento, un escrito? No, eso seguiría dando lugar a intercambio, comercio, reapropiación económica. No, sino darle el dar mismo del dar, un dar que ni siquiera sea ya un objeto o un llamado presente, puesto que todo presente permanece en la esfera económica de lo mismo, ni un infinitivo impersonal (así, hace falta que el «dar» horade aquí el fenómeno gramatical dominado por la interpretación corriente de la lengua), ni alguna operación o acción lo bastante idéntica a sí misma como para volver a lo mismo. Este «dar» no debe ser ni una cosa ni un acto: de una cierta forma debe ser alguno (o alguna) que no sea yo: ni él («él»). Extraño, ¿no?, este exceso que desborda la lengua en todo instante y que sin embargo la requiere, la pone en movimiento incesante en el mismo momento de atravesarla. Esta travesía no es una transgresión, el paso de un límite cortante, la misma metáfora del desbordamiento no le conviene ya desde el momento en que implica todavía alguna linealidad.
Antes incluso de que lo intente o desee intentarlo, supón que el deseo de este don sea reclamado en mí por el otro, sin que no obstante esté obligado a eso, al menos antes de toda obligación de coacción, contrato, gratitud o reconocimiento: un deber sin deuda, una deuda sin contrato. Esto tendría que pasar al margen de él, o tendría que pasar con no importa quién. Pero eso exige a la vez este anonimato, esta posibilidad de sustitución indefinidamente equivalente, y la singularidad, no, la unicidad absoluta del nombre propio. Más allá de cualquier cosa, de todo lo que podría extraviarlo o seducirlo hacia otra cosa, más allá de todo lo que podría regresar a mí de una manera u otra, un don tal tendría que ir derecho a lo único, a lo que su nombre habrá nombrado únicamente, a eso único que habrá dado su nombre. Ese derecho no depende de ningún derecho, de ninguna jurisdicción trascendente al don mismo, es el derecho de lo que él llama, en un sentido que quizás no comprendes todavía porque él trastorna la lengua cada vez que la visita, la rectitud o la sinceridad.
Eso que su nombre habrá nombrado o dado únicamente. Pero (pero habrá que decir siempre pero en cada palabra) únicamente en otro sentido que el de la singularidad que guarda celosamente su propiedad de sujeto irreemplazable en un nombre propio de autor o de propietario, en la suficiencia del yo seguro de su firma. Y supón en fin que en el trazado de ese don cometa una falta, que la deje, como suele decirse, deslizarse, que no escriba rectamente, que no llegue a dar como hay que hacerlo (pero hay que, hay que entender de otro modo el hay que) o que no llegue a darle a él un don que no sea de él. No estoy pensando en este mismo momento en una falta sobre su nombre, su nombre de pila o su nombre patronímico, sino en tal defecto de escritura que acabaría por constituir una especie de falta de ortografía, un mal tratamiento infligido a su nombre propio, lo haga yo o no en conciencia, adrede.
Como en esta falta está implicado tu cuerpo, y como, lo acabo de decir, el don que le haré viene de ti que me lo dictas, entonces tu inquietud se acrecienta. Esa falta, ¿en qué podría consistir? ¿Se la podrá evitar nunca? Si fuese inevitable -y en consecuencia irreparable a fin de cuentas -¿por qué habría que pedir su reparación? Y sobre todo, sobre todo, en esta hipótesis, ¿qué es lo que tendría lugar? Quiero decir: ¿qué pasaría (y al margen de qué, de quién)? ¿Cuál sería el lugar propio de este texto, de este cuerpo fallido? ¿Tendrá propiamente lugar? ¿Dónde? ¿Dónde deberíamos, tú y yo, dejarle ser?
-No, no dejarlo ser. Enseguida tendremos que darle de comer, de beber, y tú me escucharás.
-¿Tiene lugar el cuerpo de un texto fallido? Él, él tiene una respuesta a esta cuestión. Eso parece. No debe haber protocolo a un don, ni preliminares que se demoren en las condiciones de posibilidad. O bien entonces los protocolos deben ya hacer don. Así pues, es a título de protocolo, y sin saber hasta qué punto es probable que haya ahí un don, como quisiera en primer término interrogar por su respuesta a la cuestión del texto fallido. Su respuesta es en primer término práctica. Trata la falta, trata con la falta, escribiendo: de una cierta manera y no de otra. El interés que pongo en la manera como escribe sus trabajos puede parece fuera de lugar: escribir, en el sentido corriente de esta palabra, producir frases y componer, explotar una retórica o una poética, etc., no es lo que a él le importa en última instancia; eso es para él un conjunto de gestos subordinados. Y sin embargo, la obligación que se encuentra en juego en la pequeña frase de hace un momento, creo que se anuda en una cierta manera de ligar: no sólo el Decir a lo Dicho, como dice él, sino el Escribir a lo Dicho y el Decir a lo escrito, y de ligar, ceñir, encadenar, entrelazar según una estructura serial de un tipo singular. Acerca de lo que yo mismo enlazo a esa palabra serie insistiré más tarde.
Así pues, ¿cómo escribe él? ¿Cómo lo que escribe produce trabajo y Obra en el trabajo? ¿Qué hace, por ejemplo y por excelencia, cuando escribe en presente, en la forma gramatical del presente, para decir lo que no se presenta y no habrá sido jamás presente, como que el llamado presente no se presenta más que en nombre de un Decir que lo desborda, por fuera y por dentro, infinitamente, como una especie de anacronía absoluta, la de algo completamente otro que, siendo inconmensurablemente heterogéneo a la lengua del presente y al discurso de lo mismo, deja ahí sin embargo una huella: siempre improbable, pero cada vez determinada, ésta y no otra? ¿Qué hace para inscribir o dejar que se inscriba lo completamente otro en la lengua del ser, del presente, de la esencia, de lo mismo, de la economía, etc., en su sintaxis y en su léxico, bajo su ley? ¿Qué hace para dar lugar, inventándolo, a eso que, más allá del ser, del presente, de la esencia, de lo mismo, de la economía, etc., permanece absolutamente extraño a ese médium, absolutamente desligado de esa lengua? ¿No habrá que invertir la cuestión, al menos aparentemente, y preguntarse si esta lengua no estará desligada de ella misma, y así, abierta a lo completamente otro, a su propio más allá, de tal suerte que se trataría menos de excederla, esta lengua, que de tratar de otro modo con sus propias posibilidades? Tratar de otro modo, es decir, calcular la transacción, negociar el compromiso que dejará intacto lo no-negociable y actuar de forma que la falta, consistente en inscribir lo completamente otro en el imperio de lo mismo, altere lo mismo lo suficiente como para absolverse de sí misma. Esa es a mi juicio su respuesta; y esta respuesta de hecho, si se puede decir, esta respuesta en acto, en obra más bien en la serie de las negociaciones estratégicas, esta respuesta no responde a un problema o a una cuestión, responde al Otro -para el Otro- y aborda la escritura orientándose a ese para-el Otro. Es a partir del Otro como entonces la escritura da lugar a, y produce, acontecimiento, inventa el acontecimiento, por ejemplo, éste: «Él habrá obligado».
Es esta respuesta, la responsabilidad de esta respuesta lo que yo querría interrogar a su vez. Interrogar no es la palabra, sin duda, y sigo sin saber calificar lo que pasa aquí entre él, tú y yo, que no pertenece al orden de las cuestiones y las respuestas. Sería más bien su responsabilidad -y lo que él dice de la responsabilidad- lo que nos interroga por encima de todos los discursos codificados sobre el tema.
Así pues, ¿qué hace él? ¿Cómo actúa cuando, bajo una falsa apariencia de presente, en un más-que-presente, habrá escrito esto, en donde leo lentamente para ti, en este mismo momento, escucha, lo que dice de Psyché, del «psiquismo como grano de locura».
La responsabilidad para con el Otro -a contrapelo de la intencionalidad y del querer que la intencionalidad no alcanza a disimular- no significa el desvelamiento de algo dado y su recepción o percepción, sino mi exposición al otro, que es previa a toda decisión. Reivindicación del Mismo por el otro en el corazón de mí mismo, tensión extrema del mandato que el otro ejerce en mí sobre mí, toma traumática del Otro sobre el Mismo, tensa hasta el punto de no dejar al Mismo tiempo de esperar al Otro. [...] El sujeto se aliena en la responsabilidad en los trasfondos de su identidad con una alienación que no vacía al Mismo de su identidad, sino que lo constriñe ahí, con una asignación irrecusable, se constriñe como persona allí donde nadie podría reemplazarlo. La unicidad, fuera de concepto, psiquismo como grano de locura, el psiquismo que es ya psicosis, no un Yo, sino yo bajo asignación. Asignación a identidad para la respuesta de la responsabilidad en la imposibilidad de hacerse reemplazar sin carencia. A este mandamiento mantenido sin relajo sólo puede responder «heme aquí», en donde el pronombre «yo» está en acusativo, declinado antes de toda declinación, poseído por el otro, enfermo,[i] idéntico. Heme aquí -decir propio de la inspiración que no es ni el don de bellas palabras, ni de cánticos-. Constricción a dar, a manos llenas, y por consiguiente a la corporeidad. [...] Subjetividad del hombre de carne y sangre, más pasiva en su extradición al otro que la pasividad del efecto en una cadena causal; pues está más allá de la actualidad misma que es la unidad de la apercepción del yo pienso, arrancarse-a-sí-mismo-para-otro en el dar-al-otro-el-pan-de-su-boca; no una relación formal, anodina, sino toda la gravedad del cuerpo extirpado de su conatus essendi en la posibilidad del dar. La identidad del sujeto se acusa aquí no por medio de un descansar sobre sí, sino por una inquietud que me persigue fuera del núcleo de mi sustancialidad.
(Habría querido considerar lentamente el título del trabajo que acabo de citar, Autrement qu’étre ou audelá de l’essence [De otro modo que ser o más allá de la esencia]: en una singular locución comparativa que no forma una frase, un adverbio [de-otro-modo] prevalece desmesuradamente sobre un verbo [y qué verbo: ser] para decir un «otro», que no puede formar, ni siquiera modificar un nombre o un verbo, ni ese nombre-verbo que corresponde siempre a ser, para decir un «otro» que no es ni adjetivo ni nombre, sobre todo no la simple alteridad que pondría de nuevo el de-otro-modo, esta modalidad sin sustancia, bajo la autoridad de una categoría, de una esencia, de un ser de nuevo. El más allá de la verbalización [constitución en verbo] o de la nominalización, el más allá de la symploké que liga los nombres y los verbos para producir el juego de la esencia, ese más allá deja una cadena de huellas, otra symploké, ya «en» el título, más allá de la esencia, sin dejarse incluir en él sin embargo, deformando más bien la curvatura de sus bordes naturales.)
Lo que acabas de oír, el «presente» del «Heme aquí» entregado al otro y declinado antes de toda declinación. Este «presente» era ya muy complicado en su estructura, se diría casi que estaba contaminado por aquello mismo de lo que habría tenido que apartarse. No es el supuesto firmante del trabajo, E.L., quien dice «Heme aquí», yo actualmente. Él cita un «heme aquí», tematiza lo no-tematizable (para utilizar ese vocabulario al que habrá atribuido una función conceptual regular -y un poco singular- en sus escritos). Pero más allá del Cantar de los cantares o del Poema de los poemas, la cita de cualquiera que dijera «heme aquí» debe marcar esta extradición en que la responsabilidad por el otro me entrega al otro. Ninguna marca gramatical en cuanto tal, ninguna lengua, ningún contexto bastarán para determinarlo. Esta cita-presente que, en cuanto cita, parece borrar el acontecimiento presente de un «heme aquí» irreemplazable, sirve también para decir que en «heme aquí» el Yo no se presenta ya como un sujeto presente a sí, que se hace presente a sí desde sí mismo (yo-me): está declinado, antes de toda declinación, «en acusativo» y él.
-¿Él o ella, ya que se requiere la interrupción del discurso? ¿No es «ella» en el Cantar de los cantares? ¿Y quién sería «ella»?
(.)
Con dos páginas de intervalo, de un intervalo que ni puede ni debe reducirse y que constituye aquí una serialidad absolutamente singular, el mismo «en este mismo momento» no parece repetirse sino para dislocarse sin remisión. Lo «mismo» del «mismo» de «en este mismo momento» ha señalado su propia alteración, aquella que desde siempre lo habrá abierto a lo otro. El «primero», aquel que constituía el elemento de la reapropiación en el continuum, habrá sido obligado por el «segundo», el otro, el de la interrupción, antes incluso de producirse y para producirse. Habrá formado texto y contexto con él, pero en una serie en la que el texto compone con su propia (si se puede decir todavía) desgarradura. El «en este mismo momento» no compone con él mismo más que según una anacronía desmesurada, inconmensurable consigo misma. La textualidad singular de esta «serie» no encierra al Otro, por el contrario, se abre desde la irreductible diferencia, la pisada o la huella anterior a todo presente, anterior a todo momento presente, anterior a todo lo que creemos entender cuando decirnos «en este mismo momento».
Esta vez, el «en este mismo momento», que sin embargo se ha citado (re-citado de una página a otra para marcar la interrupción del relato), no habrá sido, como el «heme aquí» de hace un instante, una cita. Su iteración pues es iterable y está repetido en la serie- no es del mismo tipo. Si la lengua está ahí a la vez (como dirían los teóricos de los speech acts) utilizada y mencionada, la mención no es de la misma especie que la del «heme aquí» que se encontraba también, hace un instante, citado, en el sentido tradicional de este término. Es, pues, un extraño acontecimiento. En él las palabras describen (constatan) y producen (realizan) indecidiblemente. Un escrito y un escribir implican inmediatamente el «yo-ahora-aquí» del escritor. El extraño acontecimiento lleva consigo una repetición serial, pero se repite de nuevo en otra parte, como serie, regularmente. Por ejemplo, al final de «Le non de Dieu d’apres quelques textes talmudiques» (Archivio di Filosofía, Roma, 1969). La expresión «en este mismo momento» o «en este momento» aparece ahí dos veces, con tres líneas de intervalo, ofreciéndose la segunda como repetición deliberada, si no estrictamente citadora, de la primera. La alusión calculada señala ahí en todo caso el mismo momento (que es cada vez ahora) y la misma expresión, aunque entre un momento y otro el mismo momento no sea ya el mismo. Pero si no es ya el mismo, el asunto no está en que, como en la «certeza sensible» de la Fenomenología del espíritu, el tiempo ha pasado (desde que escribí Das Jetzt ist die Nacht) y que el ahora no es ya el mismo ahora. El asunto está primeramente en otra cosa, en la cosa como Otro. Escucha, es de nuevo el alma, o psyché:
Responsabilidad que, antes del discurso que se apoya en lo dicho, es probablemente la esencia del lenguaje.
(.)
He aquí la extraña fuerza de un texto que se entrega a ti sin defensa aparente; la fuerza no está en lo escrito, desde luego, en el sentido corriente de ese término, sino que obliga a lo escrito en cuanto que ella solamente lo hace posible. El trastorno que aquella refiere (la Relación que aquella relata al Otro proporcionando el relato) no es jamás seguro, perceptible, demostrable: ni una conclusión demostrativa ni una mostración fenoménica. Ningún trastorno controlable por definición, nada legible en el interior de la lógica, de la semiótica, de la lengua, dentro de la gramaticalidad, del léxico, de la retórica, con sus criterios internos, presuntamente internos, pues nada hay menos seguro que los límites rigurosos de un tal interior.
Hace falta que ese elemento interno haya sido agujereado, horadado (calado), desgarrado, y además más de una vez, de forma más o menos regular, para que esta regularidad de la desgarradura (yo diría la estrategia de la desgarradura, si esa palabra estrategia no siguiese haciendo alusión demasiado -para él, no para mí- al cálculo económico, a la astucia de la estratagema y la violencia guerrera allí donde por el contrario hay que calcularlo todo para que el cálculo no dé razón de todo) haya obligado a recibir la orden que dulcemente te ha sido dada, confiada, de leer así y no de otro modo, de leer de otro modo y no así. Lo que yo quisiera darte aquí (de leer, de pensar, de amar, de comer, de beber, y como tú quieras) es lo que habrá dado él, y cómo da «en este mismo momento». El gesto es muy sutil, casi imperceptible. A la vista de lo que con él se pone en juego, debe permanecer casi imperceptible, solamente probable, no para ser decisivo (cosa que no debe ser) sino para responder de la ocasión ante el Otro. También el segundo «en este momento», el que da su tiempo a este lenguaje que «quizás tan sólo ha hecho posible esa Relación» con lo otro que toda presencia, no es otro que el primero, es el mismo en la lengua, lo repite con algunas lineas de intevalo y su referencia es la misma. Y sin embargo todo habrá cambiado, la soberanía se habrá vuelto ancilar. El primer «momento» daba su forma o su lugar temporal, su «presencia» a un pensamiento, un lenguaje, una dialéctica «soberanos con respecto a esta Relación». Entonces habrá -quizás, probablemente- pasado esto: que el segundo «momento» haya forzado al primero hacia su propia condición de posibilidad, hacia su «esencia», más allá de lo Dicho y del Tema. Aquel habrá desgarrado por anticipado pero con posterioridad en la retórica serial- la envoltura. Pero esta desgarradura misma no habrá sido posible sino según una cierta escotadura del segundo momento y una especie de contaminación analógica entre las dos, una relación entre dos inconmensurables, una relación entre la relación como relato ontológico y la Relación como responsabilidad del Otro.
(.)
Una sola interrupción en un discurso no realiza su labor, y se deja reapropiar inmediatamente. El hiato debe insistir, de ahí la necesidad de la serie, de la serie de nudos. La paradoja absoluta (de lo absoluto), es que esta serie, inconmensurable con ninguna otra, serie fuera de serie, no anuda hilos sino interrupciones entre los hilos, huellas de intervalos que el nudo debe sólo remarcar, dar para remarcar. Para nombrar esa estructura he escogido la palabra serie, para anudar a ella a mi vez series (fila, sucesión, hilera consecuente, encadenamiento ordenado de una multiplicidad regular, entrelazamiento, línea, descendencia) y seira (cuerda, cadena, lazo, cordón, etc). Se aceptará la ocasión de encontrar en la red de la misma línea uno al menos de los cuatro sentidos del sero latino (entrelazar, trenzar, encadenar, atar) y el eirv griego que dice (o anuda) el entrelazamiento del cordón y del decir, la symploké del discurso y del lazo. Esta serie ab-soluta permanece sin un solo nudo, pero anuda una multiplicidad de nudos reanudados, que no re-anudan hilos sino interrupciones sin hilo que dejen abierta la interrupción entre las interrupciones. Esta interrupción no es un corte, no depende de una lógica del corte sino de la de-stricturación absoluta. Por eso la abertura de la interrupción no es jamás pura. Y para distinguirse, por ejemplo, de lo discontinuo como síntoma en el discurso de Estado, no puede romper el parecido más que no siendo no importa cuál, y en consecuencia determinándose también en el elemento de lo mismo. No importa cuál: es aquí donde se sitúa la enorme responsabilidad de una obra -en el Estado, la filosofía, la medicina, la economía, etc-. Y el riesgo es ineluctable, está inscrito en la necesidad (otra palabra para decir el lazo que no se puede cortar) de la estructura, la necesidad de encadenar los momentos, aunque sean de ruptura, y de negociar la cadena, aunque sea de forma no dialéctica. Ese riesgo está él mismo regularmente tematizado en su texto. Por ejemplo, y tratándose precisamente de abertura: «¿Cómo pensar la abertura a lo otro que el ser sin que la abertura, como tal, signifique enseguida una reunión en coyuntura, en unidad de la esencia, donde enseguida se hundiría el sujeto mismo a quien se desvelaría esa reunión, tendiéndose el lazo con la esencia enseguida en la intimidad de la esencia?», etc. (De otro modo que ser...).
Hay, pues, varias maneras de encadenar las interrupciones y los pasos más allá de la esencia, de encadenarlos no simplemente en la lógica de lo mismo sino en el contacto (en el contacto sin contacto, en la proximidad) de lo mismo y de Otro; hay varias maneras de confeccionar tal indesmallable más bien que tal otro, pues el riesgo reside en que no valen igual todos. Ahí se siguen negociando una filosofía, una estética, una retórica, una poética, una psicagogia, una economía, una política: entre, si pudiese decirse todavía, el más acá y el más allá. Con una vigilancia que se diría probablemente de cada instante, para salvar la interrupción sin que al guardarla a salvo se la pierda todavía más, sin que la fatalidad de reanudamiento venga estructuralmente a interrumpir la interrupción, E.L. asume a este respecto riesgos calculados, tan calculados como es posible. Pero ¿cómo calcula? ¿Cómo calcula lo Otro en él para dejar sitio a lo incalculable? ¿Cuál habrá sido el estilo de este cálculo, si se debe llamar estilo a este idioma que marca la negociación con un sello singular e irreemplazable? ¿Y si los testimonios que da al otro de lo Otro, lo que le constituye a él mismo, según su propia palabra, en rehén, no son absolutamente irreemplazables?
(.)
Interrumpo de nuevo. ningún fénix hegeliano tras esta consumación. Este libro no es singular sólo porque no se unifica como ningún otro. Su singularidad está en esta serialidad, encadenamiento ab-soluto, riguroso pero con un rigor que sabe aflojarse como hace fàlta para no volverse a hacer totalitario, o incluso viril, y para entregarse a la discreción del otro en el hiato. Es en esta serialidad y no en otra (la fila en su colocación homogénea), en esta serialidad de trastorno, como hay que entender cada filosofema descolocado, desencajado, desarticulado, inadecuado y anterior a sí mismo, absolutamente anacrónico a lo que se dice de él, por ejemplo, «la pasividad más pasiva que toda pasividad» y toda la «series» de las sintaxis análogas, todas las «fórmulas repetidas en este libro». Estás oyendo ahora la necesidad de esta repetición. Te acercas así al «él» que pasa, sucede en este trabajo desde el que se dice que «hace falta», «hay que». Éstas son las últimas líneas:
En este trabajo [la cursiva es mía, J.D.] que no aspira a restaurar ningún concepto arruinado, la destitución y la des-situación del sujeto no quedan sin significación: tras la muerte de un cierto dios, habitante en los trasmundos, la sustitución del rehén descubre la huella escritura impronunciable -de aquello que, siempre ya pasado- siempre «él» no entra en ningún presente, y a lo que ya no convienen los nombres que designan seres, ni los verbos en los que resuena su esencia sino que, Pro-nombre, marca con su sello todo lo que puede llevar un nombre.
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