Jacques Derrida
Traducción de Mariel
Rodés de Clérico y Wellington Neira Blanco en AA. VV., Diseminario. La
descontrucción, otro descubrimiento de América, XYZ Editores, Montevideo, 1987,
pp. 49-106. Edición digital de Derrida en castellano.
Estatuto se entiende pues
a dos niveles, uno concierne a la invención en general, el otro, a tal
invención determinada que recibe un estatuto o su premio por referencia al
estatuto general. Siendo irreductible, la dimensión jurídico-política, el
índice más útil aquí sería lo que quizás llamamos en francés el “brevet” de una
invención, en inglés “patent”. Es primeramente un texto corto, un “breve”, acto
escrito por el cual la autoridad real otorgaba un beneficio o un título,
incluso un diploma (hoy incluso es significativo que se hable de “brevet” de
ingeniero, o técnico para designar una competencia certificada), la patente, es
pues, el acto por el cual las autoridades políticas confieren un título
público, es decir un estatuto. La patente de invención crea un estatuto o un
derecho de autor, un título -y es por eso que nuestra problemática debería
pasar por una problemática muy compleja, la del derecho positivo de las obras,
de sus orígenes y de su historia actual muy agitada por las perturbaciones de
todo tipo, en particular las que vienen de las nuevas técnicas de reproducción
o de la telecomunicación. La patente de inventor, stricto sensu, no sanciona
más que invenciones técnicas dando lugar a instrumentos reproductibles pero se
puede extenderlo a todo derecho de autor. El sentido de la expresión “estatuto
de la invención” vine por supuesto de la idea de “patente” pero no se reduce a
esa idea.
Por qué he insistido en
esto último?. Quizás sea el mejor índice de nuestra situación actual. Si la
palabra “invención” conoce una nueva vida, sobre fondo de agotamiento
angustiado pero también a partir del deseo de reinventar la invención misma, y
hasta su estatuto, es sin duda que en una escala sin medida común con la del
pasado, lo que llamamos la “invención” a certificar se encuentre programada, es
decir sometida a poderosos movimientos de prescripción y de anticipación
autoritarios cuyos modos son múltiples. Y esto sucede también en los dominios
del arte o de las bellas-artes así como en el dominio tecno-científico. Por
todas partes el proyecto de saber y de investigación es en principio una
programática de las invenciones. Podríamos evocar las políticas editoriales,
los pedidos de los comerciantes de libros o de cuadros, los estudios de
mercado, la política de la investigación y las “finalizaciones” como se dice
ahora, que ella determina a través de las instituciones de investigación y de
enseñanza, la política cultural, sea o no estatal; podríamos también evocar
todas las instituciones, privadas o públicas, capitalistas o no, que se
declaran ellas mismas como máquinas de producir y de orientar la invención.
Pero a título de índice no consideremos más que la política de las patentes.
Disponemos hoy de estadísticas comparativas con respecto a este tema de las
patentes de invención depositadas todos los años por todos los países del
mundo. La competencia que está en su pleno apogeo, por razones
económico-políticas evidentes, determina decisiones a nivel gubernamental. En
el momento cuando Francia, por ejemplo, consideraba que debe avanzar en esta
carrera de las patentes de invención, el gobierno decide acrecentar tal puesto
presupuestal e inyectar fondos públicos, vía tal ministerio, para ordenar,
inducir, o suscitar las invenciones certificadas. Según trayectos más
inaparentes o más sobredeterminados todavía sabemos que tales programaciones
pueden investir la dinámica de la invención diciéndose más “libre”, la más
salvajemente “poética” e inaugural. Esta programación, cuya lógica general, si
hubiese una, no sería necesariamente la de representaciones conscientes,
pretende, y allí logra llegar a veces hasta cierto punto, asignar hasta el
margen aleatorio con el cual le es necesario contar y que ella integra en sus
cálculos de probabilidades. Hace algunos siglos se representaba la invención
como un acontecimiento errático, el efecto de un golpe de genio individual, de
un azar imprevisible. Eso a menudo por una falta de conocimiento, desigualmente
extendido, de las obligaciones efectivas de la invención. Hoy, es quizás debido
a que conocemos demasiado la existencia, al menos, sin contar el funcionamiento
de las máquinas de programar la invención, que soñamos con volver a inventar la
invención más allá de las matrices del programa. Pues una invención programada,
ces todavía una invención?. ¿Es un acontecimiento donde el porvenir viene a
nosotros?.
Volvamos modestamente
sobre lo andado. El estatuto de la invención en general, como de una invención
particular, supone el reconocimiento público de un origen, más precisamente de
una originalidad. Este debe ser asignable y volver a un sujeto humano
individual o colectivo, responsable del descubrimiento o de la producción de
una novedad a partir de entonces disponible para todos. Descubrimiento o producción?.
Primer equívoco, si al menos no se reduce el producir en el sentido de puesta
al día por el gesto de conducir o de adelantar, lo que volvería a develar o
descubrir. En todo caso, descubrimiento o producción, pero no creación.
Inventar, es venir a encontrar allí, descubrir, develar, producir por primera
vez una cosa, que puede ser un artefacto, pero que en todo caso podía
encontrarse allí de manera todavía virtual o disimulada. La primera vez de la
invención no crea jamás una existencia y es sin duda por cierta reserva con
respecto a una teología creacionista que se quiere hoy volver a reinventar la
invención. Esta reserva no es necesariamente atea, puede al contrario, querer
reservar justamente la creación a Dios y la invención al hombre. Ya no se dirá
que Dios ha inventado al mundo, como una totalidad de las existencias. Podemos
decir que Dios ha inventado las leyes, los procedimientos o los modos de
cálculo para la creación (“dum calculat fit mundus”) pero no que ha inventado
el mundo.
De la misma forma ya no
se dirá que Cristóbal Colón ha inventado América, salvo en el sentido vuelto
arcaico según el cual, como en la invención de la Cruz, esta vuelve solamente a
descubrir una existencia que ya se encontraba ahí. Pero el uso o el sistema de
convenciones modernas, relativamente modernas, nos prohibiría hablar de la
invención cuyo objeto sería una existencia como tal. Si se hablara hoy de la
invención de América o del Nuevo Mundo, se designaría más bien el
descubrimiento o la producción de nuevos modos de existencia, de nuevas formas
de aprehender, de proyectar o de habitar el mundo pero no la creación o el
descubrimiento de la existencia misma del territorio llamado América.
Ustedes ven pues
dibujarse una línea de división o de mutación en el porvenir semántico o en el
uso reglamentado de la palabra “invención”. La describiré sin endurecer la
distinción y manteniéndola en el interior de esta gran y fundamental referencia
a la tekhné humana, a ese poder mitopoético que asocia la fábula, la narración
histórica o epistémica. ¿Cuál es esta línea de división?. Inventar ha
significado siempre “volver a encontrar por primera vez” pero hasta el alba de
lo que podríamos llamar la “modernidad” tecno-científica y filosófica (a título
de indicación empírica muy vulgar e insuficiente, digamos S. XVII), podríamos
todavía hablar de invención con respecto a existencias o verdades que, sin ser,
naturalmente, creadas por la invención, son descubiertas por ellas o develadas
por primera vez; encontradas ahí. Ejemplos: Invención del cuerpo de San Marcos,
todavía, pero también invención de verdades, de cosas verdaderas. Es así como
la define Cicerón en el De Inventione (I-III). Primera parte del arte de
oratoria, la invención es “excogitatio rerum verarum, aut verisimilum, quae
causam probabilem reddan”[xi] La “causa” en cuestión es la causa jurídica, el
debate o la controversia entre las “personas determinadas”. Pertenece al
estatuto de la invención que ella concierna también siempre a las cuestiones
jurídicas de estatutos.
Luego, según un
desplazamiento ya iniciado pero que me parece se estabiliza en el S. XVII,
puede ser entre Descartes y Leibniz, casi ya no hablaremos más de la invención
como descubrimiento develador de lo que se encontraba ya ahí (existencia o
verdad) sino cada vez más, incluso únicamente, como descubrimiento productivo
de un dispositivo que podemos llamar técnico en el sentido amplio,
técno-científico o técno-poético. No se trata solamente de una tecnologización
de la invención. Esta siempre estuvo ligada a la intervención de una tekhné,
pero es a partir de esta tekhné que la producción -y no solamente el
develamiento- de un dispositivo maquinal relativamente independiente; él mismo
capaz de una cierta recurrencia autorreproductiva y también de una cierta
simulación reiterante, va a dominar el uso de la palabra “invención”.
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